Cuatro de la tarde.
Frente a un irremediable
y corto destino. Mis
cosas pesan donde están,
yo no me muevo. Me voy.
Qué se puede hacer
de nosotros, difícilmente,
víctimas de la condición
y el compromiso. A toda
la velocidad de mi cuerpo
que brota de trabajo, sueño
de un lugar que no me
pertenece, pero que tiene todo
lo mejor de mis libros. La
ventana sigue enseñándome a
ser parcial, vago de nociones.
Mi perro me observa. No hay
en él sentido de justicia. El
sueño: en la medida en que
todo se inmaterializa,
construido sobre segundos,
primeras instancias (largos
instantes helados), me
encuentro cerca de las cinco
de la tarde, en el trabajo, celebrando
las otras vidas. Dentro de mí
el lugar se aferra a estructuras de
significado, mi cara hace una
mueca pequeña: “trabajo, y me doy
mi tiempo en el mundo”, “doy
tiempo, y me doy tiempo en el
mundo”, “trabajo, …”, “trabajo, …”.
Hasta el final de su más confuso
sentido de justicia.